Cuando Manuel se encontró frente al veloz devenir del pavimento, la refrescante brisa lo liberó del tedio y sintió la anhelada paz alcanzable solamente con el silencio de la soledad. Este es el drama de un gato desesperado.
Hacían ya dos años que compartía el departamento con Andrea y, haciendo justicia a los hechos, tenía mucho que agradecer al destino que lo había unido al calor maternal de su compañera. Apenas dejaba de ser un crío cuando una Noche Buena fue recibido con dulce afecto en su nuevo hogar.
Si bien las primeras semanas de convivencia lo encontraron bastante introvertido, más que por un azar de su carácter, por una timidez que amenazaba con alejarlo de todo contacto humano, acabó rendido ante los cuidados de Andrea, que había aceptado estoicamente cargarse a la espalda la supervivencia del indescifrable Manuel.
Ella procuraba la puntualidad en cada una de sus atenciones, aguardando pacientemente que él demuestre su gratitud permitiendo alguna caricia. Con cada comida nació un léxico sin palabras, un código de miradas que raras veces les fue ilegible, aunque él todavía rehuía las manos de su compañera.
Fue un lluvioso amanecer que ella llegó rendida por un dolor jamás explicado, su mirada helada mostraba una tristeza que la hacía desconocida y se tumbó en la cama como quien se resigna a esperar la muerte. El pavor colmó a Manuel cuando pensó que jamás la alegría volvería a los ojos de Andrea, y lo empujó sigilosamente a su lado. Al sentirse inadvertido su desesperación reclamó los mimos que ella tanto había intentado, pero sus miradas no fueron comprendidas, no vislumbró otra salida que entregarse confiado al tacto de su compañera, encontró una de sus manos y se arrastró como una serpiente para rozarla con su torso, ella despertó con la ternura de su fiel amigo y se recostó para cubrirlo con su brazos, la sequía de su llanto fue eclipsada con caudalosas lágrimas que humedecieron la piel de Manuel, que correspondió todas las atenciones recibidas con su inmutable compañía.
Desde ese día no le ocurrió a uno desventura que no fuera aplacada con el mudo consuelo del otro. Tan profundamente se ligaron sus almas, que distanciados intuían sus pesares y alegrías. Cada vez que Andrea llegaba al hogar, encontraba a Manuel frente a la puerta con miradas afines a sus sortilegios.
Contra todo presagio de la naturaleza, Manuel nunca se atrevió a dejar el departamento que habría de convertirse en su espacio absoluto. Para él nada era más necesario que el lugar que les pertenecía, por eso fue mayúscula su sorpresa cuando Andrea llegó con una amiga. Hasta entonces, la descorazonadora sensación de suelo ausente no se había manifestado, él no había imaginado la existencia de terceros en sus íntimos espacios, por eso cuando las vio, corrió a ocultarse debajo de un sofá y se rehusó a salir hasta que la azarosa visita terminó, una vez cerrada la puerta miró a Andrea con un celoso rencor que le duró varios días.
La frecuencia de las visitas se hizo tan latente como las ausencias de su compañera, la nostalgia que anegaba a Manuel lo desbordaba, aguardaba él con obcecada ilusión las caricias de Andrea. La dramática incertidumbre de esos momentos provocaban fervientes despedidas, que llenas de consternación adquirían matices de aciagos finales. Sus oscilantes ánimos felinos se hicieron costumbre y su alma adquirió un carácter fragmentario.
Su feudo acabó invadido por la extravagancia de peculiares personajes. Contraviniendo sus celosas convicciones, germinaron afectos hacia varios de ellos, cuyas visitas incluso eran aguardadas con igual ansia que la compañía de Andrea.
La situación logró incontenibles descontroles cuando a las reuniones llegaban extraños que no guardaban consideración alguna con Manuel, varias veces encontró sus repositorios de alimento quebrados o llenos de vómitos alcohólicos. Ante fortuitos descuidos de Andrea, algunos visitantes lo tomaban desprevenido y exhalaban sobre su rostro humos pestilentes, el triste compañero despertaba con recuerdos partidos desconociendo los límites entre la realidad y la alucinación. La perdida destemplanza de despertar desconociendo si el cielo mostraba un amanecer o un atardecer causaron estragos en su ya ausente rutina, tardaba más tragando su comida que devolviéndola al suelo manchado por sus indisposiciones.
Su último día, innumerables forasteros fueron acarreados a la celebración del nuevo año, sus gritos parecían mudos por la música estridente, los olores de alcoholes y hierbas quemadas descendieron con el pasar de las horas y la desesperanza ahogó a Manuel en la impotencia de no encontrar un resquicio de cordura, tuvo la exasperada necesidad de escapar y sintió el encierro por primera vez, trepó al marco de la ventana sin mirar hacia afuera, buscó a Andrea en el gentío para despedirse con una mirada de melancolía, sus miradas se cruzaron por última vez y se lanzó desventurado a su fatídico destino.
El pánico de Andrea acompañó su presurosa marcha a la ventana, donde hacía un instante su amado compañero se había despedido, miró quince pisos abajo y vio la mancha del cadáver sobre el pavimento, sus últimas lágrimas se rindieron al vértigo que el vestigio de Manuel provocó, sus ojos se tornaron en secos glaciares y sintió el vacío del alma que jamás la volvería a acompañar.
Santa Cruz de la Sierra, 30 de mayo de 2009